Alberto sigue sentado en la alfombra del comedor. Con los ojos cerrados. Recordando su infancia y el futuro que imaginaba para el siglo veintiuno: coches voladores, máquinas que nos teletransportarían relojes digitales en los que podríamos hacer videollamadas y le entristece pensar que lo único en que mínimamente acertaron sus predicciones de niño del siglo veinte fuera lo de las videollamadas. El futuro que soñó de niño era eso y muchas otras cosas como por ejemplo ….
–¡Alberto!, ¿te pasa algo? –le pregunta Begoña, su esposa.
Alberto aún necesitará unos segundos volver a la realidad desde ese futuro que imaginó y que ahora ya es restos de un pasado de niño.
–Carlitos –le dice Begoña a su hijo, sin dejar de mirar con el rabillo del ojo a su marido que sigue absorto en su ensimismamiento–, papá está ahora con su clase de meditación. Cuando acabe, dile que saque a Floyd a pasear; que lleva toda la tarde oliendo la puerta de la calle y dile también que cuando vuelva se ponga con la cena que yo no puedo que ahora tengo una videoconferencia con mis hermanas.
Y Begoña marcha a la habitación de al lado, dejando a Carlitos a cargo de su padre. O quizás sea al revés.
Y Alberto acaba la sesión de yoga, de meditación o de mind-fullness o de aquella otra cosa que hizo en un curso al que se apuntó aquellas semanas en que Begoña y él se dieron espacio, un tiempo o un respiro.
Y Carlitos, sin darle tiempo a abrir la boca le pregunta:
–Papá, ¿Por qué Floyd puede salir a la calle y yo no?
–Porque tú eres un niño y Floyd es un San Bernardo.
–¿Los niños no necesitamos salir a la calle?
–Si, Carlitos. Los niños necesitáis salir a la calle; pero ahora no puede ser. Debemos quedarnos en casa y esperar que esto pase, que ya verás que será muy pronto y volverás a ir al cole.
–Papá …
–¿Qué quieres, Carlitos?
–… Mamá y tú ¿vais a ir a trabajar mañana? ¿Vosotros podéis salir?
Y Alberto no responde. Sabe qué puede decirle, qué debe responderle. Que si la macroeconomía, que si las facturas o el PIB y sabe también cómo explicarlo para que lo entienda, pero sabe que las preguntas no acabarán. Carlitos tiene cinco años y cada respuesta genera más ganas de saber y una nueva pregunta, como el porqué de que los abuelos no salgan. ¿Qué puede decirle?
Y Floyd mira a Alberto, a Carlitos y, una vez más a Alberto. Y ladra.
Hora de salir a la calle.