Hace veinticinco años empezaron a llegar, uno tras otro, los recibos de alquiler, gas, luz y todas esas otros que seguro que ya conocen. No quiero aburrirles. Años más tarde compré el apartamento de la playa. Cerca de la ciudad, pequeño, con la idea de que fuera una especie de pausa en la rutina. Durante un tiempo funcionó. Hasta que llegó la crisis del 2008. Tuve que elegir. O pagaba el alquiler o pagaba la hipoteca. O vivienda habitual o segunda residencia. Y decidí convertir la segunda en primera.
Durante estos años viví a cinco minutos andando de una playa que veía desde la ventana dela habitación, desde el balcón del comedor, pero que después de una hora de ida al trabajo y otra de vuelta, dos horas diarias al volante, diez a la semana, un veinticinco por ciento de jornada adicional de manos libres conduciendo, estaba demasiado cansado para disfrutar.
Y ese podría ser el resumen de mi vida. Hasta que llegó el virus. Y nos confinamos. Hace veinticinco meses por espacio de ¿dos semanas?, ¿veinticinco días? Quizás más, ya no recuerdo. Fue duro, no lo negaré. Nuevas rutinas, horas de soledad, ver a través de la pantalla a quienes hasta entonces veía cara a cara. Fue duro, los primeros días, pero pasadas tres semanas mi espalda lo agradeció. Tres semanas, 30 horas menos de espalda castigada, tensionada al volante.
Hoy, veinticinco de junio, me despierto con una espalda veinticinco meses más joven y fuerte. Más ¿sana?
Faltan veinticinco minutos para que comience mi jornada de trabajo. Tiempo para ducharme, desayunar y conectarme.
Cuando acabe, veinticinco minutos de yoga. Después tomaré la toalla y la crema solar y caminaré, ¿pasos?, ¿metros?, ¿minutos?
Hasta la playa.
¿Mi coche?
A veces me acuerdo de él. ¡Habíamos pasado tantas horas juntos! Diez cada semana, durante meses y años, pero hace semanas que no sé nada de él, ¿sigue en el garaje; dónde lo dejé? Me pregunto: ¿Cómo debe estar viviendo sus veinticinco meses de confinamiento?
Jordi López Daltell